lunes, 22 de mayo de 2017

29. DIETA

En efecto, vuelvo a escribir en este blog para narrar mis desventuras con la dieta que mi médico me ha endosado.


Les pongo en antecedentes: mi aspecto, aunque no era desagradable, no era muy "saludable" por decirlo de algún modo. Hace tiempo lucía una prominente tripa, papada y otros tipos de acumulaciones de grasa en mi cuerpo procedente de una pésima alimentación.
No culparé al mundo sobre mis malos hábitos alimenticios ya que la culpa la tengo yo por zamparme cajas enteras de Donuts y demás bollería industrial, kilos de embutidos, quesos, helados, chocolates... en fin, toda la porquería comestible habida y por haber.
Para ponerle fin a todo este desastre alimenticio fui a visitar a un médico. Éste, al pesarme me dijo que estaba en el limite de no se qué tipo de obesidad que se consideraba altamente peligrosa para la salud, en resumidas cuentas: que me sobran nada más y nada menos que ¡50 kilos!

50 kilos de grasa acumulada es una barbaridad, y se podría decir que hasta roza lo obsceno, pero como soy un tipo de principios decidí ponerle fin a mi sobrepeso y empezar la dieta en cuestión.
Pues bien, tras la primera comida dietética ya estaba hasta las mismísimas narices. Todo lo que me gustaba estaba prohibido, todo lo que debía comer era vomitivo. ¿Que tiene de bueno una pechuga de pollo a la plancha? Nada. Es insípida. ¿Y la verdura? Joder, ¡si es que parece que esté en un hospital! 

Con todo yo fuí fiel a mis principios y seguí fielmente las indicaciones de mi médico. En pocos meses ya había adelgazado veinte kilos, lo cual me animó a "relajar" la dieta..... Craso error el mío. Primero fue un helado, luego un sofrito, luego un pequeño pastel.... total que volví a subir diez kilos. 

Mi médico es un tipo con semblante amable pero desgraciadamente tiene mucha mala leche, y cuando fui al control rutinario de peso y vio el aumento se puso frenético y llegó a decirme que me fuera de su consulta. 

Desanimado, fui a un restaurante buffet y me puse las botas pensando en mi desdicha. Eso se repitió varios días con el resultado de haber subido ocho kilos más de cuando empecé el régimen.

La vida me trataba mal, Dios me odiaba y yo tenía hambre, pero no un hambre normal, era un hambre de como si llevara semanas sin probar bocado, un hambre enfermiza.

Con todo, un buen amigo mío me hizo una propuesta: 

                             -¿Quieres ver como dejas de comer como si no hubiera un mañana? Ven conmigo y veras con tus propios ojos la pinta que tienes cuando comes.

Atrapado por mi curiosidad le hice caso. Me llevó a comer a un famoso restaurante situado en un gran hotel de la Costa Dorada. Allí cientos de ancianos hacían cola para entrar en el comedor. Cuando abrieron las puertas entraron todos y, literalmente, arrasaron con los platos del buffet.

                              -¿Ves como comen? ¡Míralos! Sólo tienen ojos para la comida, y mientras están en la mesa repasando el plato de estofado de ternera, ya miran de reojo a los cocineros cuando llevan nuevas raciones. Éste eres tu cada día.

La visión de aquellos hambrientos ancianos, muchos de los cuales ni disimulaban sus eructos producidos por la rapidez con la que engullían la comida cambió mi forma de ver las cosas. Hoy ya llevo cuarenta y tres kilos perdidos y he desarrollado una especial repugnancia hacia los que comen sin apenas respirar. Es como los ex-fumadores que no soportan el humo del tabaco. 

No se si la experiencia servirá a algún lector, pero a mi me ha servido, somos una sociedad sobrealimentada. Salimos a pasear y nos compramos un helado, vamos al Ikea y compramos cualquier cosa para ir comiendo, para que el niño deje de llorar le damos galletas..... comemos, comemos, comemos... y luego... engordamos.